Alejandría, Tombuctú

Esta es mi primera colaboración en Moenia Mundi. Son unas ideas sueltas que me han venido a la mente con lo sucedido en Tombuctú. Nada del otro mundo, pero no se me ocurre mejor forma de estrenarme que hablando de la palabra escrita, que puede decirse, es lo que nos ha traído aquí.

Hoy hemos podido leer dos noticias bien diferentes sobre el Instituto Ahmed Baba de Tombuctú: una en El Mundo y otra en la revista Time, que sin duda uno prefiere creer.

Si uno mezcla mundo árabe, bibliotecas y destrucciones resulta bastante difícil no acordarse de la Biblioteca de Alejandría. O bibliotecas. Recordemos: la famosa biblioteca consistía en realidad en varias dependencias del llamado Museo fundado por Tolomeo Soter o por su hijo, Tolomeo Filadelfo, no está muy claro. Estrabón dice de él que constaba de un pórtico, una exedra con bancos para sentarse y un comedor (de más importancia de la que parece), además de la propia biblioteca, donde los rollos se custodiaban en vasijas. En otro punto de la ciudad encontrábamos el Serapeo dedicado a albergar duplicados de la biblioteca original.

Ya en época romana hay testimonios de varias destrucciones, una primera accidental sería atribuible a Julio César quien prendió fuego a unos barcos para impedir que los egipcios se apropiaran de ellos, luego un fuerte viento habría extendido el incendio a la biblioteca, pero muchos autores clásicos que recogen este incidente olvidan esta parte, así que esto no es seguro. Más razonable parece suponer que el Museo sufriera algún daño cuando en el siglo III el emperador Valeriano arrasara Alejandría.

El mayor perjuicio vino sin embargo en la era cristiana: Teófilo, metropolitano de
Alejandría (385-415) obtuvo del emperador Teodosio autorización para destruir el Serapeion, en adelante lo que sobrevivió fue cayendo víctima de los peores enemigos de las bibliotecas: el olvido y el abandono, hasta la toma de la ciudad por los árabes.

Cuenta Alib al-Kifti que:

un jacobita pidió permiso al general Amrú para utilizar los libros que estaban incautados. El general lo consultó al califa Omar. La contestación del califa fue que si el contenido de los libros estaba de acuerdo con la doctrina del Corán eran inútiles y si tenían algo en contra debían destruirse. Ante semejante contestación Amrú los distribuyó entre las casas de baños que había en Alejandría y era tal el número de libros que éstas tuvieron combustible para seis meses.

Para ser justo, el incidente tiene mucho de leyenda. Hacía mucho que la Biblioteca languidecía, sobre todo con la competencia de la nueva capital del Mediterráneo oriental: Constantinopla. Y no parece probable que para entonces quedara mucho por destruir. El mundo árabe posterior supo dar buen uso a los clásicos, de todo modos. [1]

Volviendo a Tombuctú, a pesar de lo que pase por nuestra cabeza cuando leemos cosas así, está bien recordar que la destrucción de una biblioteca no es necesariamente un «acto gratuito motivado por un vandalismo desquiciado», sino el objetivo de una misión. [2] Señala Polastron que paradójicamente, cuanto más progresa una biblioteca más crece «el riesgo de ver las colecciones consumidas por el fuego o por el agua, los gusanos, las guerras o los terremotos. Y en gran medida, y con más frecuencia de la que imaginamos, la abierta voluntad de actuar como si nunca hubieran existido.» En el mismo sentido parece que apunta el libro de Rebecca Knuth Burning Books and Leveling Libraries: Extremist violence and cultural destruction. [3]

Las «políticas culturales» nunca son inocentes y en cierto sentido la destrucción de bibliotecas es un caso extremo de esto. Es una de las formas en las que el olvido se impone en una sociedad, el olvido impuesto o institucional, el que dictan los grupos en el poder. [4] Sobre todo si necesitan legitimarse.

El ejemplo más reciente de destrucción de libros en España lo tenemos con la Guerra Civil.

La II República asumió como propia la causa de «la cultura» identificando al enemigo como la «anticultura» y la barbarie. Desde el principio puso en marcha un ambicioso (y loable) programa de impulso de las bibliotecas: el libro se convertía en símbolo del cambio de la sociedad, y consecuentemente, en motivo de enfrentamiento entre clases sociales. Como efecto secundario se convirtió también en arma arrojadiza.

En la rebelión asturiana de 1934, los sublevados destruyeron la Biblioteca de la Universidad de Oviedo (100.000 volúmenes, con una historia que se remontaba a 1608) y el Archivo Universitario. Aplacada la rebelión, el Gobierno se dedicó al cierre de muchas bibliotecas obreras considerada subversivas, creándose una Comisión de Depuración de Bibliotecas.

Del otro lado, durante la Guerra Civil se procedió a la quema pública de libros como muestra de adhesión al bando «nacional». Auténticos «Autos de fe», algunos así llamados de forma explícita como el de Madrid de 1939, donde se quemaron los libros

separatistas, los liberales, los marxistas, los de la leyenda negra, los anticatólicos, los del romanticismo enfermizo, los pesimistas, los pornográficos, los de un modernismo extravagante, los cursis, los cobardes, los seudocientíficos, los textos malos y los periódicos chabacanos. [5]

Conforme el nuevo régimen se iba asentando se pasó de la quema indiscriminada a la censura previa y expurgo de bibliotecas públicas, respetando por lo general las colecciones privadas.

Con todo, no son las destrucciones catastróficas las principales responsables de la pérdida de civilización escrita, no debemos olvidar que hay otros factores, y el cambio tecnológico no ha sido uno menor en la historia. Para entender esto habría que remontarse por cierto a los Pinakes alejandrinos.

Pero de momento, os dejo con una exposición virtual de la Library of Congress, de manuscritos procedentes de Mali.

[1] FERNÁNDEZ FERNÁNDEZ, Cecilia, “La biblioteca de Alejandría: pasado y futuro” en Revista General de Información y Documentación, v. 5, n. 1, 1995, Madrid, Servicio de Publicaciones UCM.

[2] Lucien X. Polastron, Libros en llamas: historia de la interminable destrucción de bibliotecas

[3] De 2004 es la obra colectiva: Lost Libraries: The Destruction of Great Book Collections Since Antiquity, coordinada por James Raven.

[4] Mendoza García, Jorge, “Borrar y quemar: cuestiones de olvido social” en Uaricha. Revista de Psicología, n.9, 2012, p.55-83

[5] BOZA PUERTA, Mariano, SÁNCHEZ HERRADOR, Miguel Ángel, “El martirio de los libros: una aproximación a la destrucción bibliográfica durante la Guerra Civil”, en
Boletín de la Asociación Andaluza de Bibliotecarios
, n.86-87, 2007, p.79-95.

(De)construcción nacional

Aside

 

Nunca se fueron. Franquismo y ficción en Cataluña (I) 

Contra lo que pueda parecer en los últimos meses, el interés mediático concitado por el enojoso asunto de los localismos separatistas no es en absoluto extraordinario. Como las corbatas a rayas, los auriculares gigantes o las medusas en la costa, el sonsonete periférico ha sido recurrente en nuestro país desde la instauración de la democracia, y sus rebrotes, más o menos febriles, hace ya tiempo que forman parte del paisaje. Perceptible en cada rincón de lo cotidiano, a poco que uno se detuviese a escuchar, este molesto zumbido ha ido convirtiéndose paulatinamente en el aroma mismo de la realidad, mientras en amplias zonas del territorio nacional, y con el plácet de buena parte de los responsables políticos de ese mismo territorio nacional, se ahormaban mentes y voluntades mediante un proceso dual de asimilación lingüística y eliminación política, pergeñado con paciencia y cierta pericia, hay que reconocerlo, pues en el fondo siempre se insinuó, y pocos escucharon, lo que ahora groseramente se vocea: la negativa irrevocable a formar parte de proyecto alguno que termine definitivamente con las formas, usos y costumbres del franquismo en Cataluña. Es decir, la interrupción unilateral del auténtico proceso de emancipación nacional en España, que produjo como resultado un sistema de libertades que el regionalismo ha utilizado —al modo marxista y sin demasiado disimulo— desde dentro para socavarlo, y desde fuera para derruirlo. En el mejor estilo de la teoría gramsciana, el localismo separatista buscó la hegemonía, no sólo cultural o educativa, sino también —y muy principalmente— mediática,  previo paso a la homogeneización social y política. El método, anunciado a los cuatro vientos, consistió en la infiltración en los diversos ámbitos de las células actuantes, que irían copando lentamente el espacio público hasta jibarizarlo, extrayendo aquello que de común tiene la vida política: la confrontación sucesiva de programas ideológicos en orden a las ideas de libertad, justicia e igualdad ante la ley.

Está de más insistir ahora en que el intento, burdo aunque tenaz, triunfó en gran medida. De suerte que en esa pequeña parte de España la transición a la democracia se produjo de forma tan precaria (o simplemente no llegó siquiera a vislumbrarse) que resulta inexacto hablar de consolidación histórica de un nuevo orden institucional. Por el contrario, el humus autoritario ha pervivido en su forma tradicional, cristalizando en una sociedad cuasi estamental, que repite constantemente su voluntad de proyectarse hacia el futuro, pero en realidad sigue anclada en inercias —e imaginarios— sociales, políticos y morales del antiguo régimen. Lo cierto es que mucho antes del franquismo ya era Cataluña, por lo general, una región de gentes especialmente refractarias a los principios liberales que dieron forma a la modernidad, cuyo correlato cruento fueron dos guerras civiles en el siglo XIX y otra en el XX de cariz religioso y reaccionario, de manera que la impugnación a la democracia moderna, manifestada de igual modo en la violencia extrema de los grupos anarquistas y comunistas a principios del siglo pasado, tiene una larga tradición allí, probablemente relacionada con su filiación conservadora y su (ya extinta) devoción por la fe católica.

Tampoco es casual que fuese precisamente en esa región donde más resistentes se mostrasen ciertos grupos sociales atávicos a perder su estatus y los consiguientes privilegios que su posición conllevaba. En sociedades cerradas como la catalana, donde el franquismo tuvo predicamento sociológico (y moral) hasta los estertores mismos del régimen, la inercia oligárquica devastó los incipientes resortes democráticos, y la sociedad resultante, en su mayor parte más débil, económicamente vulnerable, y permeable por tanto a los usos caciquiles, aceptó sin mayor esfuerzo la preeminencia de una ideología que, en lo esencial, negaba la voluntad rupturista y escondía rescoldos de autoritarismo que se reavivaron con extrema celeridad. La consecuencia, un tejido social pobremente urdido y escasamente representado en los partidos políticos, produjo un tipo de votante desnortado único en Europa, el votante de izquierdas —de origen inmigrante en su gran mayoría— que acudía a las sucesivas elecciones regionales a votar, invariablemente, en una clave ajena a la real. Y en cuyo imaginario pervivía aún el clásico eje derechas-izquierdas, sin advertir que casi desde el inicio de los años de plomo, y en especial a partir de la primera mayoría convergente en 1984 y de la beatificación cívica ad aeternum de Jordi Pujol a raíz del caso Banca Catalana, ese eje tradicional, propio de las democracias maduras, se había volatilizado dejando paso a un magma de confusión y progresiva alienación electoral. En pocas ocasiones, como sucedió en ésta, la exoneración judicial y la impunidad política se habían producido al unísono y en directo, en la plaza pública, mientras el contricante ideológico era empujado a golpes e insultos a la categoría de enemigo civil [1]. Finalmente, la lógica nacionalista consiguió desvertebrar el tejido político catalán, envileciendo el ambiente de la dialéctica política al uso y sustituyendo, al tiempo, la confrontación natural entre ideologías por la identificación y reducción de la totalidad del demos a la mera adhesión a un credo de orden pre-político. Por todo ello es posible afirmar que el régimen franquista cayó, pero la mentalidad que lo conformaba ha permanecido.

En esta misma línea de deconstrucción de algunos lugares comunes, premisas y axiomas que se asumen sin pensar —y que, por falsos, contaminan y envilecen la ulterior reflexión teórica—, la voluntad de esta serie de artículos es mostrar, del mejor modo posible, algunas contradicciones internas propias del regionalismo catalán. Toda vez que el corpus doctrinario del llamado nacionalismo es casi inexistente, la exposición tendrá que ser de inteligibilidad forzosamente autoexplicativa [2], por lo que el lector disculpará la sensación creciente de circularidad y asfixia conceptual que en ocasiones siente quien dedica tiempo y esfuerzo a desbrozar los argumentos de los localistas. Reduccionismo político y determinismo histórico, dos de las características mencionadas aquí, serán junto al análisis del racionalismo subyacente en sus tesis el núcleo de sendos artículos en que se acometará la relación entre nacionalismo e historia, lengua y ciudadanía, por este orden. Los asuntos a tratar serán así de ámbitos diversos, aunque convergerán en un único punto, el que reduce la justificación del derecho decisorio —que únicamente posee el conjunto del demos— a una sola parte, la detentadora de los mecanismos y criterios de selección prefijados. Selección determinada en este caso a priori, tanto en la adhesión previa a un proyecto político que prescinde de la existencia real de la mayoría de los ciudadanos, cuanto en la realidad concreta, siempre precaria, que lógicamente desmerece en comparación con el ideal inexistente, de suerte que son las sociedades y los individuos contemporáneos los que se ven obligados a sacrificarse en aras de un bien mayor; ellos y sus hijos, amigos, novias y amantes, siempre en el altar de la nación sometida, la lengua minorizada o la historia preterida. O más bien convertida en doctrina ideológica.

Conviene recordar, por poner un solo ejemplo, que en las series televisivas producidas por la cadena pública regional, el pretendido carácter realista queda inmediatamente en entredicho al percibir el espectador, no sin asombro, que la sociedad catalana que allí se refleja, lejos del verismo que se le atribuye, semeja más bien una foto en sepia de una Cataluña fijada en algún tiempo imposible, ni en el pasado ni —acaso— en el futuro, y mucho menos en el presente.  El asombro deja lugar al pasmo cuando escuchamos, o mejor, no escuchamos, a uno solo de los personajes principales hablar castellano de forma natural, cotidiana, habitual y propia. Diríase, fiándonos de la voluntad costumbrista de la serie, que no existen los castellano-hablantes naturales en Cataluña, de ninguna edad ni condición, en ninguno de los barrios ni de las ciudades a las que tan profusamente pasan revista de forma marcial los guionistas. No es que no los encontremos en comarca alguna gerundense, que tal como está el asunto podría ser, sino que tampoco los hay en Barcelona ciudad, ni en el cinturón metropolitano, ni en el Bajo Llobregat: en ninguna parte. Pero es al comprobar las excepciones a esta uniformidad argumental, inobservable en la realidad, cuando las cosas se les complican a los cronistas sociales, toda vez que, aunque con calzador, sí hay personajes —todos ellos secundarios, en sutil alegoría de lo prescriptivo— que utilizan la lengua castellana en sus usos cotidianos. Es decir, para saludarse, comprar el pan, trabajar o ligar. Todos, cómo no imaginarlo, son o bien extranjeros (sudamericanos, mayormente cubanos o argentinos, que dan más lustre) o bien ancianos inmigrantes, desarraigados que llegaron a esta tierra de promisión sin más bagaje que una mula y un botijo, y que no tuvieron la suerte de integrarse en el nuevo orden a tiempo de ser contabilizados para el pueblo verdadero. De nuevo la anécdota se yergue entre los escombros de la estadística para devenir espejo de la realidad. De nuevo el acento de lo extraño, de lo impropio como paso previo a la culpabilización y la vergüenza. Y a la desaparición civil.


[1] Como explicó A. Espada en un memorable capítulo de Contra Cataluña, aquel libro insólito y reconfortante, publicado hace ya casi veinte años, y que todavía ahora conserva su vigor.

[2] J. Juaristi, El bucle melancólico, p. 27; Espasa, 1997. (citado en Luis Rodríguez Abascal, Las fronteras del nacionalismo, p. 223; Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2000.)